Ludovico Einaudi

domingo, 28 de enero de 2018

El Retrato Oval. Edgard Allan Poe

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de
permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de
esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron
sus altivas frentes en medio de los apeninos, tanto en la realidad como en la
imaginación de Mistress Radcliffe.
Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque
temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos
suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su
decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos
de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos
pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo,
encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.
Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos
cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción
de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacia inevitable; hice a Pedro
cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran
candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente
las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo
así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre
la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había
encontrado sobre la almohada y que trataba de su crítica y su análisis.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas
huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo
coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro. Pero este movimiento
produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de
pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces
cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta
entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé
rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? no me lo expliqué al principio; pero, en tanto
que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía
cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para
asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a
una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo
el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz
al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se
hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida. El cuadro
representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de
medio cuerpo , todo en este estilo, que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta;
había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos,
el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero
profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y
de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional
belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía
creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una
persona viva.
Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me
permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una
hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y
vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror
respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista
la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía
la historia y descripción de los cuadros.
Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval,
y leí la extraña y singular historia siguiente:
“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora
amó al pintor y, se desposó con él.
“Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus
amores; ella, joven, de rarísima belleza, todo luz y sonrisas, con la alegría de un
cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo
más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el
amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de
retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas,
en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo
solamente por el cielo raso.
"El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día.
"Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños;
tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba
la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él.
"Ella no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de
gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día
para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en 
voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo 
amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no 
se permitió a nadie entrar en la torre; Porque el pintor había llegado a enloquecer por el 
ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para 
mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo 
borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas 
hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar 
un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la 
llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. y entonces el pintor dio los 
toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado; pero 
un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y 
gritando con voz terrible: “-¡En verdad esta es la vida misma!”- Se volvió bruscamente 
para mirar a su bien amada,... ¡Estaba muerta!”. 

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